lunes, 24 de diciembre de 2007

La Navidad, un tiempo especial de reflexión Más allá de las confesiones religiosas, hace mucho que la Navidad marca un elocuente paréntesis dentro de la aflicción del mundo. La dos veces milenaria evocación del pesebre con el Niño; de ese nacimiento rodeado de pobreza y de humildad, lanzó a los hombres un mensaje de paz y de unión, que es sin duda uno de los más potentes que registra la historia de la humanidad. Ha atravesado incólume los cambios más impresionantes producidos en la Tierra, sin que pierda fuerza ni deje de llegar a la más recóndita intimidad de los seres. Cada Navidad sigue representando, para los atribulados seres que pueblan el planeta, un llamado al entendimiento y a la comprensión fraternos. Una convocatoria al ideal de lograr una sociedad mejor y más justa para todos. Llegamos a la Navidad de 2007 en medio del aturdimiento que constituye el cortejo habitual de las Fiestas de fin de año. Pero ese trajín de la búsqueda de regalos y de la organización del convite -que todos celebrarán dentro de sus posibilidades- no son suficientes para disimular algo mucho más profundo, que crece en el alma de todos y que nada tiene que ver con el alboroto externo. No es otra cosa que la esencia del mensaje navideño. Hombres y mujeres son conscientes de que, más allá de su manifestación exterior, la fiesta apunta a lo esencial de los seres. Expresa requerimientos milenarios que no han podido modificar esos maravillosos adelantos con que el mundo exterior nos sorprende. El ser humano recuerda entonces su condición de mortal y se pregunta, inevitablemente, acerca del destino que tiene su paso por la Tierra. La reflexión no puede sino llevarlo a plantearse una escala de valores distinta de la que parece estructurar su ajetreo cotidiano. Entonces, como en un relámpago de lucidez, advierte que mucho más importante que la búsqueda del bienestar y del dinero es atender aquellos mandatos que constituyeron el formidable aporte del cristianismo al mundo. Esos valores no pueden ser desconocidos por nadie. Se sintetizan en el “amáos los unos a los otros”, del cual derivan naturalmente la posibilidad de convivir con respeto, de aceptar el disenso, de ser solidario en la desgracia: de vivir en paz y armonía, en síntesis. Esa paz, que es lo que en última instancia busca todo ser normal, no puede tener otra vía que la efectiva presencia, en cada uno, de la apelación navideña. Apelación que descarta la prepotencia, el orgullo, la voracidad por la riqueza, y los sustituye por la humildad, la solidaridad y la comprensión: esa “buena voluntad” del canto evangélico. Mucho ha andado el mundo desde el nacimiento del Niño, y mucho se enorgullece de sus progresos. Pero sigue asombrosamente atrasado en solucionar cuestiones tan antiguas como la vida humana sobre la Tierra: el hambre, la guerra, la violencia, la desunión, la desconfianza mutua. En tal terreno, todo sigue bastante parecido a lo que ocurría en los primeros tiempos de la historia, cuando el cristianismo vino a proclamar una concepción distinta. Una adecuada reflexión navideña, creemos, podría consistir en que, al cantar a la “noche de paz, noche de amor”, formulemos íntimamente el propósito, en voz baja pero potente, de rescatar todo lo elemental que hemos olvidado, y cuya vigencia convertiría a esta Tierra en un ámbito mucho más grato para habitar. Hay que tener fe en el destino del ser humano, y pensar que alguna vez utilizará la experiencia de tantos siglos para imponer la única visión posible: la paz y el amor presidiendo las relaciones entre las personas, las familias y los pueblos de todo el orbe.

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